Estoy manejando por la
autopista, pensando en cómo me voy a sacar estas botas que me hicieron sufrir
todo el día para cambiarlas por mis cómodas pantuflas. Tengo frío. Subo la
perilla de la calefacción, pero sé que después de un corto rato me va a
sofocar, entonces la vuelvo a bajar y me froto las manos. Vuelvo a agarrar el
volante. Tengo ganas de fumar pero me queda sólo un cigarrillo y bastante
tiempo de viaje hasta un kiosco. Quizás si no supiera que me queda sólo uno, no
tendría ganas de fumar. Me pasa lo mismo cuando me quedan dos o tres; esa
sensación de que estoy en escasez me desespera.
Subo el volumen de la
música y trato de pensar en algo para aprovechar mi tiempo en el auto y
transformar esas tres horas diarias de tiempo perdido en tiempo productivo.
Faltan pocos días para
que me vaya de viaje y trato de organizar mentalmente la lista de cosas para
hacer la valija: eso me va a ahorrar tiempo. Mientras pienso en la ropa, los
accesorios y los libros que me quiero llevar, concentrada en intentar recordar
el nombre de uno de ellos, me sorprende una frenada de autos masiva a cero.
Reacciono rápido, rebajo, clavo los frenos y ligeramente giro el volante hacia
la izquierda intentando que en caso de no llegar a frenar a tiempo, el impacto
no sea frontal. Mi corazón se dispara y siento adrenalina en todo el cuerpo,
pero logré evitar un accidente.
Avanzando unos escasos
metros cada media hora, veo a lo lejos el cartel que antes me tapaba un camión
que indica mi bajada. Como hipnotizada, sigo manejando, avanzando y frenando
con cuidado hasta llegar a mi casa, como si mi cerebro tuviera un piloto
automático que hace las cosas por mí pero después no me permite recordarlas.
Sorprendida de ya haber
llegado, abro el portón con el control remoto y entro el auto al garaje. Estoy
escuchando la música que más me gusta y espero a que termine la canción para
apagar el motor y bajarme.
Me siento liviana, más
fresca, menos abrumada, aliviada de estar en casa. Mientras camino hacia la puerta
meto la mano en la cartera y lo primero que encuentro son las llaves. Animada
por este hermoso hecho y contenta por no tener que repetir la rutina diaria de
ponerme en cuclillas al lado de la puerta, revolviendo dentro de la cartera
hasta el punto de pensar que perdí mis llaves, sin tener que vaciar todo el
contenido del bolso hasta encontrarlas, pongo la llave distraída en la
cerradura y me olvido de tirar de la manija para que no se trabe como siempre.
La puerta se abre sin problemas y, ahora, ya radiante de alegría, sé que la
parte mala de mi día se acabó para abrirle paso a la buena suerte que me
acompaña.
El llavero que está al
lado de la puerta está vacío, lo que me dice que en mi casa no hay nadie. Las
luces están apagadas, y decido que me gusta la oscuridad, le encuentro algo
pacífico y relajante.
Recorro el pasillo hasta
el hall, abro el placard de invitados y saco mis pantuflas. Mientras me cambio
el calzado me doy cuenta que no me vino a recibir mi gata; debe estar durmiendo
arriba en mi cama. Pienso en ir a buscarla y decido que primero quiero tomar un
té y fumarme un cigarrillo.
Saco el atado de
cigarrillos de la cartera antes de guardarla y voy caminando hacia la cocina
con mis pantuflas, mientras meto la mano en el bolsillo del tapado y saco mi
iPod. Lo apoyo en la mesada de la cocina con los cigarrillos, me saco el tapado
y lo cuelgo en el perchero. Mientras lleno la pava con agua me acuerdo que me
queda ese solitario cigarrillo. Pongo el agua a calentar y decido que voy a
disfrutar del último cigarrillo del día, porque no estoy dispuesta a salir de
mi casa de nuevo. Abro el atado, y ahí está, el último cigarrillo, mirándome en
compañía de otros diecinueve. Estaba segura de que me quedaba sólo uno, pero es
una lindo error que me facilita no tener que enfrentarme a ese
sentimiento de escasez, así que saco uno, lo enciendo y me pongo los
auriculares del iPod, busco una meditación guiada y me acuesto en la alfombra
del estar con los ojos cerrados mientras espero que esté lista el agua.
Escucho la música instrumental con la que comienza y siento que mi cuerpo se relaja sobre la
alfombra.
“Esta es una meditación
guiada para la relajación profunda del cuerpo. Que no te preocupe si en algún
momento te desconcentras, solo déjate llevar por los sonidos y mi voz. Ponte
cómodo: puedes sentarte, ponerte en postura de loto, o simplemente acostarte.”
Esa voz me relaja, es
tan suave y paciente que siento que es mi mejor amiga hablándome.
“…Es mejor que cierres
tus ojos para experimentar al máximo esta meditación.”
Mis ojos están cerrados
hace un largo rato y se siente bien. Junto las manos y entrelazo los dedos,
dejándolas descansar sobre mi pecho, y respiro profundo.
“…Imagina un extenso
campo de pasturas verdes. Es un día soleado y se ve claramente el horizonte
como una línea perfecta, sin obstáculos. Estás acostado cómodamente debajo de
un grupo de árboles, aislado del mundo real. La hierba debajo tuyo se amolda
perfectamente a tu cuerpo y sientes paz.”
Practiqué esta
meditación muchas veces y me la sé de memoria, pero escucharla me tranquiliza.
“…Inhala, 2, 3, 4,
mantén el aire, 2, 3, 4, exhala, 2, 3, 4, 5, 6.”
Inhalo y exhalo tal cual
me dice el audio y cada vez que lo hago siento que me cuerpo es más liviano.
Siempre me costó mucho manejar los tiempos de respiración, pero esta vez lo
había logrado a la perfección.
“…Las horas pasan como
segundos. El sol se corre y te acaricia la cara.”
Imagino como mis
mejillas se entibian y sonrío. Estoy feliz.
“…Escuchás una bandada
de pájaros pasar volando por arriba tuyo y sentís que sus alas hacen que el
viento sople tu pelo.”
En mis auriculares
escucho aleteos y el gorjeo de aves que no logro reconocer, y me parece que mi
pelo realmente se está moviendo.
“…El sol se enfría cada
vez más y está empezando a ponerse en el oeste. El atardecer es perfecto y
estás relajado y en paz contigo mismo y con el mundo que te rodea.”
Siento que algo me pica
el antebrazo y me hace cosquillas pero intento no darle demasiada importancia
para no perder la concentración y no abandonar ese hermoso campo, así que
separo mis manos y cruzo los brazos sobre mi pecho para adoptar una posición
diferente.
“Tómate un tiempo para
agradecerte a tí mismo por haber practicado esta meditación. Quédate con los
ojos cerrados el tiempo que creas necesario, y cuando estés listo abrelos.”
Estoy relajada, cuerpo y
mente, y no quiero abrir los ojos. Siento mucho frío y me acuerdo del té y del
agua que debe estar hirviendo y me resigno a abandonar la paz y comodidad de
este momento.
Abro los ojos y no encuentro
la oscuridad de mi estar; un inesperado resplandor anaranjado me hace volver a
cerrarlos. Siento una brisa en el rostro y me incorporo, sentada pero con las
piernas extendidas y los ojos todavía cerrados, siento aroma a pasto recién
cortado. Abro los ojos lentamente y mientras mis pupilas se encogen siento cómo mis ojos rechazan la luz; el resplandor empieza a disminuir y puedo empezar a ver
lo que hacía unos instantes no veía a pesar de tener los ojos abiertos. Un gran
campo, cuyos límites escapan al alcance de mi vista, troncos de fuertes y
viejos árboles a mi alrededor y el sol poniéndose en el horizonte anaranjado,
rosado y violáceo.
Y aunque esta historia no es enteramente de la vida real, es real que la imaginé y la escribí en uno de esos momentos en que mi torpeza se va a dormir la siesta y me deja tranquila por unos momentos, y digo "momentos" porque la primera parte de la historia es real, y lejos de despertarme en un gran campo paradisíaco, lo hice en la misma alfombra en la que me había acostado, cuando el olor de las tostadas quemadas (que no mencioné en la historia) me empezó a molestar y el agua ya estaba fría. Sin embargo, fue esa situación la que me llevó a imaginar un resultado distinto, relajante, ¿imposible?... Porque quizás soy un desastre haciendo té y tostadas, pero no incendié la casa ni desperté realmente desorientada en el medio de la nada con una historia que nadie iba a creer, así que me considero torpe, pero con suerte.
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