domingo, 31 de agosto de 2014

De cómo reírse de uno mismo

Somos muchos los que admitimos y nos reímos de nuestros propios errores. Lejos está el tiempo en el que el genio ganador y exitoso era el personaje más querido. En las publicidades, en los libros, en las películas: la mayoría no nos sentimos identificados con el canchero millonario y fachero que se baja de un Porsche  JUSTO cuando una brisa muy oportuna lo peina mientras parpadea en cámara lenta.
Si a mi no-éxito, mi no-Porsche y mi no-facha cuando sopla el viento le agrego mi torpeza, estaría más cerca de sentirme identificada con un sketch de Mr. Bean o los Tres Chiflados.
Cuando tenía diez años iba a un club con mis amigas en el verano. Los días de lluvia estaba cerrado y al día siguiente el club abría sus puertas pero la pileta permanecía cerrada, porque estaba rodeada de césped que entonces se transformaba en un denso barro. Con la pileta cerrada, igual íbamos al club: nos quedábamos en una mesa jugando a las cartas, charlando o sigilosamente usábamos el teléfono público para hacer bromas estúpidas.
Un día de esos posteriores a la lluvia, con la pileta cerrada, se me ocurrió que sería muy divertido hacer "algo rebelde": meternos igual. Qué mala... Se lo propuse a mis amigas y todas estuvimos de acuerdo; la idea era ir corriendo rápido desde la mesa, saltar la reja roja que rodeaba todo el perímetro de la pileta y tirarnos de bomba.
Después de un par de minutos de "desarrollar el plan" -para nosotras era gran cosa, o por lo menos para mí lo era- tomamos la decisión de contar hasta tres y correr sin mirar atrás. Estábamos a unos escasos veinte metros de la puertita de reja y no iba a ser una gran corrida.
"Uno... Doooos... TRES !!!"
Salí corriendo con toda mi energía, y contenta de llevar la delantera sabiendo que correr no era mi fuerte, me saqué las ojotas mientras corría y las tiré a un costado, salté la reja, corrí por el borde de la pileta y me tiré.
Abajo del agua abrí los ojos, esperando ver caer a mis amigas. Y esperé un rato... pero ellas no corrían lento y yo ya no podía aguantar el dolor de oídos que me provocaba estar a esa profundidad ni el ardor que tenía en los ojos por el cloro; además me estaba quedando sin aire.
Cuando asomé sólo la porción necesaria de cabeza para poder ver y respirar, pude ver que el guardavidas, silbato en mano, estaba parado en el borde mirándome, y alrededor de la reja, en un tenso silencio, chicos y grandes, Y MIS AMIGAS, estaban mirándome también.
Empecé a sentir cómo mi cara empezaba a arder de calor, y me imaginaba como se vería ese punto rojo en medio del rectángulo celeste desde el otro lado de la reja.
"Afuera! AHORA!"
Nadé hasta el borde y me trepé, sintiendo que cientos de ojos miraban mi cara colorada por la vergüenza. Miré a mis amigas, que aunque claramente estaban tratando, no podían evitar reírse. Tirarnos a la pileta en grupo iba a ser divertido, pero enfrentar esa situación sola era humillante. Sentí ganas de llorar de vergüenza pero, como un reflejo, me salió una carcajada.
Rompí el hielo y mis amigas pudieron reírse con libertad, y las acompañaron la mayoría de los chicos y algunos de los adultos, mientras tantos otros, incluidos el guardavidas y el dueño del club me seguían mirando con mala cara.
Mientras seguía riéndome, salí por la puertita de reja -esta vez abriéndola como corresponde- y me reencontré con mis amigas. Se me empezaron a caer las lágrimas, pero eran lágrimas de risa.
Después supe que ninguna se animó a salir corriendo y que me gritaron que vuelva cuando vieron que yo sí lo hice. Supongo que con la emoción del momento no las escuché.
De a poco fui recuperando mi color de piel normal y la gente dejó de mirarme después de unos minutos. Aunque seguía teniendo mucha vergüenza, estaba satisfecha y sorprendida con la manera en que reaccioné. Y aunque esa situación no haya sido producto de mi torpeza, que hasta el momento no se había desarrollado en su totalidad, me sirvió para saber cómo manejar situaciones incómodas y vergonzosas en las que todos quieren reírse pero intentan no hacerlo por miedo a ofender.
Ese día aprendí a reírme de mí y ahora las carcajadas no son una intervención divina cada vez que paso por una situación de ese tipo. Me río porque intento imaginar que veo la situación desde afuera, y trato de comprender que cualquiera se reiría, pero también me río cuando me caigo y estoy sola, porque es mi manera de aceptar cómo soy: torpe, pero con suerte, porque sé tomármelo con humor.

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